Ella estaba allí, con su nuevo pijama. Tirada en el sofá, de cualquier postura, sin interés por lo que solía gustarle. Aquellas series de ficción de la televisión por cable no podía seguirlas. Se perdía con los personajes, con la historia, imposibilitada de enlazar unas escenas con otras.

Cerraba los ojos, esos que tanto llevan llorado en toda una vida. Cansancio, un vacío gris dentro del pecho, dolores musculares. Las lágrimas no aparecían, como presas de una anestesia emocional que las negaba. Ella que ama sin medida, que se entrega, que no se preocupa de esconderse tras máscaras, se cae.
Una pasión desbordada en otros momentos, llacía apagada y hueca, molesta con su cuerpo y lejana de su mente. Echaba de menos su propio ser, su escasa vitalidad habitual.
Sin saber a donde mirar ¿para qué hacerlo?. Ella no era ese ser sin ansias ni futuro, atrapada en el presente doloroso, nervioso. No era una costumbre ni un nuevo sueño. Las caricias aliviaban su caída y le quedaba un lejano vestigio de deseo ahogado.
Ella se quedó así, hasta que se incorporó para acostarse sólo porque era la hora, la inercia. No sabía si al día siguiente se levantaría o se dejaría llevar por la inmovilidad, por unas horas de soledad en que no hacer nada.
Ella no recordaba sobrevivir, pero desayunó y después escribió un WhatsApp diciendo: «Estoy bien» aunque era mentira.